"Una gota de veneno", de Virginia Mas Peinado

07.06.2019

Encontré a esa mujer tirada en una esquina de mi calle.

Arañando la pared de cal mientras deliraba a consecuencia de la fiebre...

Miré el reloj. La tienda en la que trabajo como repartidor abrirá en diez minutos. 

- No puedo detenerme. Es demasiado tarde para ayudarte- pienso mientras continúo caminando a toda prisa. 

Finalmente retrocedí con pasos tímidos hacia aquella esquina en la que, a un ovillo de huesos, se le escapaba la vida como una ráfaga de luz con cada gemido.

Al retirarle el cabello para secar el sudor de su frente, la mujer, en un acto casi reflejo, tapó violentamente su rostro con las manos. Sentía vergüenza por haber convertido su muerte en un espectáculo público a la luz del día. Ella había imaginado otro final. 

- No tiene sentido su traslado al hospital -murmuran los médicos al aproximarse.

- Esta mujer ha fallecido. Hay que localizar a sus familiares. Tendrán que hacerse cargo del cadáver.

Estuve muy cerca de abandonar la escena. De montarme en la bici y pedalear. Pero en esta ocasión hacia atrás. Teniendo la convicción de que a cada giro del pedal era capaz de rebobinar un fotograma. Y conseguía llegar en mi bicicleta al instante preciso en el que dejé a mi madre, algo indispuesta, preparando el desayuno de los pequeños. Al salir me dijo adiós con la mano. Parecía cansada. 

Ahora mi madre ha dejado de ser y se encuentra descansando en un lugar remoto. Serena y pura. No quiere que nada la perturbe. Cierro los ojos para retener esa imagen y guardarla en el arcón de los buenos recuerdos.

Una voz me arranca violentamente de la ensoñación. 

- Muchacho, ¿conocías tú a esta mujer?- me pregunta el doctor dispuesto a anotar mi testimonio en una libreta.

- No, señor...- me aventuro a mentirle -. Me he parado para ofrecerle mi ayuda pero ha sido demasiado tarde. Mi jefa debe estar preguntándose dónde demonios me he metido... Siento no haber sido útil para ustedes -indico mientras me bebo las lágrimas una a una.

- No sufras por ello. No hubieras podido hacer nada. Esta muerte era inevitable. Nadie sobrevive a la mordedura de una Dendroaspis polylepsis, la Mamba Negra -indicó con aire petulante.

- Llamad a los servicios funerarios. 

Fue lo último que pude escuchar mientras intentaba pedalear hacia atrás y sentía que la gente me miraba raro.

Pero entendí que el tiempo sólo caminaba hacia el futuro. Era un túnel infinito, con una minúscula luz al otro extremo que parecía cada vez más lejana. 

Y mi pueblo se condenó progresivamente a las tinieblas. Las ventanas estaban cerradas. Ya no jugaban los niños en la calle. No se vendía nada en el mercado fantasma.

Y se rezaba con la esperanza ya perdida de antemano. 

Desde mi bicicleta pude ver a gente enferma que se negaba a ir al hospital. A militares apuntando con su fusil a niños que se habían quedado huérfanos. Crueles cuarentenas que dejaron aislados a pueblos y provincias enteras. A hombres y mujeres repudiados por sus propias familias... 

Ahora sé que una serpiente salió de mi casa instantes después de la muerte de mi madre. Todos la vieron. Mi madre agonizó entre la bruma de unas extrañas y virulentas fiebres, en el delirio de los vómitos, las hemorragias y el dolor. En una esquina. Completamente sola. Y que fue, justo en el momento de expirar, cuando aquel animal salió de debajo de la cama, cruzó reptando su habitación y abandonó la casa por la puerta entreabierta.

Finalmente yo también he caído enfermo pero mi fortaleza me ha hecho generar un antídoto al mortal veneno. Extraños personajes vestidos de blanco, como astronautas en pleno alunizaje querían una muestra de mi sangre. Con ella crearían un suero milagroso capaz de curar a pacientes enfermos de países del norte.

Y mientras tanto aquella serpiente a la que llaman Ébola está fuera de control. No ha dejado de reptar matando a más de tres mil personas. Todas con rostro y con pasado. Todas sin futuro. Reducidas a cenizas, a un recuerdo, a una cifra distante en un periódico.

Atrapen a esa serpiente. No se olviden de nosotros. Fueron ustedes los culpables de su liberación.