"Dolor" de Raimundo Martín Benedicto

23.08.2021

Samuel Marceau abrió de nuevo las ventanas, el mismo día y a la misma hora que los siete años anteriores. Le gustaba el tacto de los marcos de madera noble, la finura de las persianas mallorquinas y la pequeña terraza desde la que se podía contemplar el espectral sol que se escondía tras la plaza de Colón. Allí, cuatro pisos por encima del suelo más caro de Madrid, podría haberse sentido bien, pero sabía que eso nunca sería posible. Lo saben todos los que alguna vez han llorado ceniza.

Nunca te puedes fiar de un otoño inmaduro. Refrescaba aquel día pero seguro que Paola había echado su abrigo cámel en la maleta. Toda la ropa que su mujer le compraba era buena, discreta y elegante. Como ella, la hija del cónsul. La maleta, la vieja Gucci, pesaba como un demonio, pero siempre habría un botones dispuesto a subirla hasta la habitación a cambio de una escueta propina.

Estaba seguro de que no faltaría nada: ni sus zapatos ingleses, ni el traje de lana fría, ni la camisa blanca de lino bordada con sus iniciales. Hasta habría echado unas jeringuillas de repuesto para la insulina y sus cigarrillos mentolados, que le iría dando poco a poco, racionándoselos como si fuera un chiquillo. Él sólo tenía que asegurarse de no olvidar las entradas del concierto de Sinatra, programado para el día siguiente: 26 de septiembre de 1986. Habría sido imposible olvidarlas: le prometió a Paola que cuando superara su enfermedad volverían a verle cantar, como hicieron en París en 1962.

Acarició los correajes de piel vieja y oleosa, pulida en tantos y tantos viajes. Cofre de recuerdos, valija de sueños cumplidos. La maleta estaba sobre la cama, esperando a ser abierta, pero Samuel se sintió incapaz de hacerlo. Estaba cansando y débil y se dirigió de nuevo al pequeño balcón. Apoyó ambas manos en la elegante balaustrada de mármol y gritó: gritó sin sentido, hasta herirse la garganta, hasta desgarrarla, hasta desnudar su alma. Gritó para que la ciudad conociera su dolor infinito y no pudiera dormir. Gritó y gritó. Gritó: Paola.

Estuvieron tan cerca de cumplir su sueño... El doctor Planelles les confirmó la curación y lo primero que hicieron fue comprar las entradas. Aún faltaban tres meses, pero daba igual. Habían recuperado esa vitalidad veinteañera que les ayudó a escapar de los nazis gracias a un consulado corrupto y a un pasaporte en blanco, y a reescribir una vida desflecada a la que ya sólo ella podría sonreír. Porque Samuel se sentía miserable y cobarde: por no haber sido él el deportado a los campos de exterminio, por no haber luchado por su país, por no haberle declarado su amor. Tuvo que ser Paola quien tomara la iniciativa y le jurase "que le tenía bajo su piel", quince años antes de que lo cantase Frank al otro lado del océano.

No podía arrancarse ese aroma a cobardía. Acudía a ese pequeño hotel cada año, en autoimpuesto rito expiativo, con la esperanza de superar su dolor. Pero él ni siquiera se atrevía a deshacer el equipaje que Paola preparó, con su corazón exhausto por la quimio, siete años atrás. Cuando ella murió, dos semanas antes del concierto, se juró hacer lo necesario para ver a Sinatra tal y como lo habían planeado: felices, elegantes y, sobre todo, muy juntos, en cuerpo o en espíritu. Pero ahora, con las entradas en su mano y después de ocho intentos, se sentía como lo que era: un cobarde que ni siquiera era capaz de abrir aquella maleta intacta por si guardaba un aliento de Paola, o las últimas caricias de sus manos infinitas. Temía perder hasta sus recuerdos y no sabía cómo construir otros nuevos. Por eso miraba al abismo y después al horizonte y ya sólo gritaba vacíos. Y veía a Frankie, media sonrisa y un reproche azul, porque él se sí se atrevería, él sí "sacrificaría lo que fuera, pasase lo que pasase, con tal de tenerte cerca".

Él sí saltaría desde ese pequeño balcón.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA