"Hitler en Tánger", de Javier Valenzuela

22.05.2019

-Anoche recordé en mi sueño el día que Hitler entró en Tánger.

Leila interrumpió la conversación que sostenía con su madre y miró al abuelo Rachid con perplejidad, con doble perplejidad. En primer lugar, el abuelo llevaba años sin pronunciar una frase tan larga; se pasaba el día mudo frente al televisor y cuando despegaba los labios lo hacía tan solo para pedir que le condujeran al lavabo o la cama. En segundo, Leila jamás había oído hablar de que el Führer hubiera visitado Tánger.

-Ba Sidi, Hitler nunca estuvo aquí -le dijo con delicadeza. Y aunque no era religiosa, añadió la fórmula con la que los musulmanes dan gracias a Dios-: Alhamdulilá.

Sin despegar la vista del televisor, donde pasaban un partido de la Champions entre el Barcelona de Messi y el Manchester United, el abuelo Rachid le replicó:

-¡Claro que estuvo! Invitado por Franco, ni más ni menos. Era un día de marzo de 1941 y yo fui al Zoco de Afuera a comprar unos huevos que necesitaba mi madre. Pero no pude comprarlos: los españoles habían cerrado el mercado y todo estaba lleno de soldados y falangistas. Anoche me acordé perfectamente de cómo presentaron armas cuando la bandera de Hitler se izó en la Mendubía.

El abuelo ya no volvió a abrir la boca hasta que quiso acostarse.

Esa noche, después de hacer el amor, Leila le contó a Sepúlveda lo que había soltado el abuelo Rachid.

-El caso es que algo me suena -dijo Sepúlveda. Encendió un cigarrillo, le dio una larga calada, rumió unos pensamientos y añadió-: ¿Qué edad tiene tu abuelo?

-Casi noventa años.

-Pues debe de estar acordándose de cuando Franco ocupó militarmente la ciudad internacional de Tánger. El muy cabrón lo hizo el mismo día en que los nazis conquistaron París. Para que ni los franceses ni los ingleses pudieran chistarle. -Leila le miraba con la expectación destellando en sus ojos de azabache-. El amigo Bernabé López me contó una vez que los de Franco expulsaron enseguida al Mendub y convirtieron su residencia en el consulado del Tercer Reich. Tu abuelo debe de estar acordándose de la ceremonia de aquella felonía.

-Puede ser. Entonces tendría ocho o nueve años.

Aquel viernes Tánger estaba barrida por un impertinente viento de Levante, pero Leila mantuvo su costumbre de ir a comer ese día de la semana a casa de sus padres. El abuelo Rachid no se sentaba con el resto de la familia para compartir el cuscús. Él lo comía de un plato colocado sobre una bandeja, colocada a su vez sobre sus rodillas, mientras seguía el telediario con expresión ausente.

Su nieta se dio cuenta de que se le habían derramado unos cuantos granos de sémola sobre su barba nívea y se levantó para limpiárselos.

-Ba Sidi -le dijo-, ¿recuerda cómo era aquella bandera que pusieron sobre la Mendubía el día que usted no pudo comprar huevos en el Zoco de Afuera?

-¡Claro que me acuerdo! Era como en las películas: roja, con un círculo blanco en el centro y dentro del círculo una cruz gamada negra.

-¿Y está usted seguro de que Hitler estaba allí?

-¿A quién si no le iban a dedicar tantos honores?

Con tono triunfal, el de alguien que ha ganado un debate con un argumento irrefutable, Leila dijo:

-Entonces, ¿cómo es que esa visita no figura en ningún libro de Historia?

Rachid desvió la mirada desde la pantalla del televisor hasta el rostro de su nieta. Leila vio que en sus ojos, ahora generalmente mortecinos, destellaba una lucecita pícara. Aunque de un modo vacilante, como una bombilla que parpadea.

-Hija, la nuestra es una ciudad alegre y confiada; siempre hemos querido que sea así -dijo él-. Ese día de 1941 los tangerinos acordamos que no debía quedar el menor recuerdo de que el Diablo había puesto sus pies aquí. Hasta mi madre hizo unos conjuros para que Aicha Kandicha se lo llevara de vuelta al infierno.

-¿También para que la bruja borrara todas sus huellas?

-¡También!

Leila le besó dulcemente en la calva y regresó a la mesa.

FIN