"La nevera", de Raúl Clavero Blázquez

02.06.2019

Bajo el silencio húmedo de mis sábanas, el gruñido metálico de la nevera se hacía más afilado, era el lamento de una cría sin madre, un chasquido de iceberg en mitad de un mar nocturno, un buril que perfora un tablón de madera vieja, llenando lentamente de astillas mi garganta. El ruido crecía, se acercaba. Cerré los ojos. En pocos meses la oscuridad se había convertido para mí en una especie de refugio en llamas. A pesar de la terapia, en cuanto apagaba la luz regresaban siempre, puntuales, las mismas imágenes. Los párpados me ardían y no me quedó más remedio que abrirlos de nuevo. Estaba junto a mí, su picaporte oxidado a escasos centímetros de mis dedos. Una gota fría cayó de su expendedor de hielo y aterrizó sobre mi muñeca. Me di la media vuelta y enterré mis manos entre las rodillas. En esa postura logré, al fin, dormir.

El amanecer me encontró en el suelo, tumbado sobre un charco de líquido refrigerante. Necesité ducharme tres veces para borrar de mi cuerpo cualquier rastro de olor. En todo ese tiempo la nevera me estuvo observando desde el otro lado de la mampara del baño. Después me siguió hasta el salón, aguardó pacientemente mientras regaba las plantas y, por último, me acompañó al ascensor. Cuando cogí el coche pensé que la había perdido de vista, pero un par de horas más tarde apareció frente al ventanal de mi oficina. Me di cuenta por los murmullos de los compañeros de trabajo. Cuchicheaban entre ellos, señalaban hacia fuera y después me miraban a mí, con esa expresión compasiva y distante a la que ya me tienen acostumbrado, la misma que se emplea con un niño ajeno que se hubiera orinado encima. 

Los primeros días me limité a seguirle el juego a la nevera. Cada vez que salía de la oficina le ofrecía el asiento del copiloto y la llevaba conmigo a casa. A cambió ella me concedió una pequeña tregua, por las noches dejó de insistir y se limitaba a esperar en su hueco de siempre en la cocina. Fue mi jefe quien me obligó a terminar con aquella situación.

- Su presencia - dijo señalando hacia la acera - distrae a los clientes. Deshazte de ella cuanto antes.

Preferí encargar el trabajo a unos sicarios. Vi cómo la tiraban al río desde un puente. Quise creer que ahí concluía todo, pero esa madrugada la nevera, cubierta por una densa capa de légamo, volvió a colarse en mi dormitorio.

En las siguientes semanas cambié la cerradura, compré un frigorífico nuevo, varié mis rutinas. Empleé todas las estrategias posibles para librarme de la nevera sin obtener resultado alguno. Cerca ya del tercer aniversario, decidí encerrarla en el trastero, y fue entonces cuando me encontré con toda la ropa que aún no me he atrevido a regalar. Una montaña de recuerdos me aplastó de pronto, no pude más y me rendí. De un puntapié descerrajé la puerta de la nevera. En su interior desbrocé un camino de cervezas, latas de conservas y fruta podrida hasta que, detrás de una nube de insectos, di con la caja roja de latón troquelado. Tomé aliento antes de abrirla. Las fotografías que guardé en ella permanecían intactas. La mayoría las hicimos en la playa. En todas salís las dos. En la última tú me lanzas un beso y Laura sonríe.