“Negras tormentas” de José María Noguerol Fernández

07.03.2021

Este verano volveremos. Porque los veranos siempre son una especie de retorno, a la esperanza, a la felicidad, a los instantes de felicidad, más bien.

Volveremos porque allí lo pasamos bien, hay poca gente, la playa y sus bullicios están alejados lo suficiente como para no molestar, y a una distancia razonable como para poder ir cuando apetece. A Mayte no le gusta sin embargo frecuentar la arena. Prefiere los largos solarios en la piscina y, de vez en cuando, un chapuzón refrescante y vuelta al sol. Cada mañana, se embadurna con un protector solar factor no sé cuántos pero altísimo, todo eso después de un copioso desayuno que compartimos, que ya es casi lo único que compartimos en esta vida. Después emprende camino cuesta abajo a la piscina que tanto sufrimiento económico nos costó construir, se arma de gafas de sol, pamela y libro, y hasta la hora que decida comer, si es que lo decide.

Detesto esa piscina. Es el símbolo de nuestro fracaso como pareja, de la estupidez que nos llevó al altar, a aquella fiesta desproporcionada que pagó su familia, al piso que nos compraron sus padres en la zona alta de la ciudad, a este chalecito de fin de semana en el que se empeñó en que nos empeñáramos y que tantos estragos ha causado a mi nómina de profesor de instituto.

Pero volveremos este verano porque lo pasamos bien. Mientras Mayte se solaza en la piscina, mi mañana transcurre en la pequeña buhardilla, que el aire acondicionado convierte en una nevera, la música a toda pastilla, casi siempre rock fuerte a primera hora, clásica barroca al mediodía y jazz antes de comer, si es que llega mi encierro a esa hora. Y los libros y los papeles, los centenares de novelas y cuentos abortados que conservo inacabados para cumplir con mi "masoquismo militante" como me decía Mayte al principio, muy al principio. Ahora ya no dice nada cuando me ve trajinar con los papeles. Quizás alguna mueca de desdén, una sonrisa de desprecio, una mirada aviesa, casi retorcida, pero ni un ápice de compasión pues sabe que la necesito.

Si Mayte no quiere comer, lo cual no dice si no que lo expresa con un chapuzón tardío a eso de las dos de la tarde, me acerco al pueblo a la tasca de Tomás, el hombre que tiene las anchoas más ricas de la zona, sobre un pan con tomate y aceite preparado con cariño, y una copa de vino local sin etiqueta y de indescifrable sabor pero muy fresco.

Seguro que volvemos este verano porque lo pasamos muy bien, mejor que bien. Las tardes son insoportables. Mayte sube achicharrada y de mal humor, a la vez que con un desatado deseo sexual, casi siempre. La señal es que se quita el biquini antes de llegar a la habitación y lo deja tirado en el suelo, junto a la puerta del baño. Cuando esto ocurre, entro en la habitación y copulamos como trogloditas, sin palabras, con aullidos, gritos, mordiscos y arañazos. Al acabar, nunca más allá de las dos horas, Mayte se envuelve en una siesta que suele durar hasta la hora en que empieza en la televisión su serial favorito: crímenes, asesinatos y secuestros de la historia, o un nombre semejante, no sé. Recopila algo de picar, lo coloca en una bandeja, toma una botella de vino tinto, o dos, y así hasta la madrugada. Las tardes que no hay sexo suelo ir a misa a buscar al párroco, del cual me he hecho muy amigo porque le gusta jugar a la garrafina y hablar de putas, "de seminarista fui muy putero, ahora no". Y así hasta la cena.

Volveremos este verano, seguro. Porque la felicidad es un instante, o una jeringuilla, según se mire, y no hay que desperdiciarla porque es desechable.