"Otra luz", de Inocencio Pereira Domínguez

02.06.2019

"... caeli cupidine tractus altius egit iter..."
P. Ovidio Nasón

El padre ponderoso y admonitor iba desgranando consejos para el viaje.
Mientras le ensamblaba las alas a los omóplatos y a los brazos, no cesaba de recalcar viejas reconvenciones, algo sermonarias para la ocasión, pero que el celo protector le impedía obviar.
En este caso, queriendo no azorarlo ante lo incierto y peligroso de la aventura que estaban a punto de iniciar, le hablaba sin exagerados regaños y con la voz más abonanzada que la empleada durante los interminables días de cautiverio, cuando adoctrinaba al hijo en los valores de la equidistancia y el término medio.

- Ten en cuenta lo que vengo diciéndote desde hace tiempo y no me canso de repetir, que en el término medio está la virtud, principio de amplia aplicación que ha de presidir todos nuestros actos, ya que tanto vale para andar por casa como para echarse a volar -. Y extrapolando el discurso ético a la práctica del vuelo, emprendió el repaso de algunas recomendaciones técnicas más importantes.

- Hemos de volar ni muy alto que el calor del sol nos derrita la cera, ni demasiado bajo que la espuma del mar moje las plumas.

En esta época del año las condiciones climatológicas son óptimas. Los vientos soplan afirmados en nuestra dirección, por lo que, con solo pequeñas angulaciones de las alas, alcanzaremos sin mayor esfuerzo el final de la travesía. Pero si se diese la sorpresa de que en alguna zona rolasen frontales o al bies, tendremos que capearlos y avanzar onduladamente, utilizando el método del plano inclinado: con el ala como timón y vela, primero se remontan en zigzag, alabeando la envergadura; luego se desciende en un no muy pronunciado picado que a su vez nos dará impulso para la subida siguiente. Una maniobra fácil -como te expliqué más de una vez- que permitirá, aunque con lentitud, ir mordiendo la distancia.

Si fuese necesario aliviar el cansancio, el mismo procedimiento sirve para alcanzar niveles elevados de mansas corrientes sobre las que flotar y reponer fuerzas con solo ligeros planeos. Pero no olvides que ha de ser prudencial la permanencia en estas extensiones superiores de aire, ya que, si no, la proximidad del sol fundiría la cera.

En todo caso mantente siempre a mi lado y sigue mis instrucciones.

De repente Ícaro, para poner fin al soniquete de advertencias requeteconocidas de tan machaconamente reiteradas, batió alas y, tras suspenderse un rato a dos metros del suelo, quieto como un colibrí mientras liba, se puso a evolucionar por el entorno de la torre con graciosos quiebros y jeribeques volanderos que dejaron maravillado a Dédalo. A continuación éste lo secundó y ambos se envuelaron hacia el mar.

Después de sobrevolar sin incidencias las islas de Samos, Delos, Paros, Lebintos y Calimna, a punto de aterrizar en Sicilia, a Ícaro se le angeló el cuerpo, el corazón se le arremolinó de luminarias y, luego de abatir el rumbo, empezó a elevarse feliz y absorto en la nueva deriva. Arrebatado por una repentina e ineludible invocación de más altura, ansiado de cielo y de otra luz, siguió subiendo, subiendo hasta que fue abducido por los espacios siderales.

Más abajo, a ras de mar, su progenitor rayaba un final de ruta no tan excelso, menos célico, más prosaico.

Al ver que el hijo apuraba la ascensión hacia la incandescencia, dio en llamarlo con desgarradas imprecaciones, inútiles gritos de desesperación.

- Ícaro, Ícaro, a dónde vas, no subas tan arriba..., ven, vuelve a mi lado..., desciende, Ícaro...
- Como si las palabras instando al descenso surtieran el efecto de hacer bajar a quien las profería, en la confusión de la angustia desconcertó el aleteo, trastrabilló y acabó rozando la cresta de las olas que lo envolvieron y sepultaron en la soledad eterna del rumoroso océano.

El hijo desde Icaria, su patria de estrellas, llora al padre y contempla con más compasión que desprecio a quienes cifran el paradigma de la virtud en la mediocridad del término medio.