"Silencio" de Verónica Bolaños Herazo

12.09.2022

Escucho a mi padre reventando los muebles contra las paredes. Sus gritos y ofensas son cada vez más denigrantes hacia mi madre y mi hermana. Ellas mantienen un silencio sepulcral.

Hace más de treinta años que salí de la casa, bueno, hui, cuando apenas era una adolescente. Me fui con el primer extranjero que prometió ser mi tabla de salvación. Ahora, he vuelto. Mi madre padece una enfermedad terminal y he venido a darle mi amor, el que siempre ha merecido.

Estoy sentada en la cama con las piernas cruzadas, respirando despacio, con los ojos cerrados, el pecho me devuelve sonidos contundentes y secos. Intento apaciguar ese golpeteo, vuelvo a respirar, cuando parece que el sonido disminuye, escucho cómo mi padre revienta el termo de café contra el suelo. Las manos las tengo en mis rodillas, están húmedas, tiemblan, me lleno de rabia y me digo: "¡Debería de darle un infarto y por fin librarnos de él!", lo digo con todo el convencimiento, con mi voz interior que nadie puede escuchar, y esa frase se repite dentro de mí: "¡Debería de darle un infarto y por fin librarnos de él!".

Estoy paralizada, por completo, me siento la mujer más miserable, una porquería, porque soy incapaz de plantarle cara, siento ganas de matarlo. Miro cada uno de los detalles de la colcha de la cama, recuerdo que mi madre me dijo que la había hecho mi abuela.

Mi respiración es fatigosa, miro hacia las paredes, veo el viejo ventilador oxidado, el que usaba cuando era una niña, y mi terror aumenta... Miro los cajones de la cómoda de mi madre, están cerrados, pienso en su ropa, la que ayer dobló y guardó con mucho esmero.

Mi padre por fin ha dejado de reventar las cosas. Intuyo que se ha sentado en las escalinatas a mirar hacia la calle, como siempre... Intento bajarme de la cama, no puedo, y siento rabia porque no puedo, imagino a mi madre golpeada, sentada en una silla, me siento culpable de no tener el más mínimo valor para defenderla. Mi rostro está anegado de lágrimas, lágrimas que llegan presurosas hasta mi boca, están saladas, el sabor de las lágrimas me envenena más el alma... Pienso: "¿Es posible que nazca alguien solo para maltratar vidas inocentes? ¿Merecen vivir?".

Mi madre empuja la puerta de la habitación. Sé que es ella por el ruido de las chancletas. Entra con el rostro sereno, no tiene sangre, ni golpes, se acerca a la cómoda y saca una pequeña toalla blanca. La miro con desconcierto, le pregunto: "¿Qué pasó?", me responde: "Nada, hija, no hagas caso, son vainas de viejos".
A mis cuarenta y cinco años huyo, otra vez...

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Imagen: Obra de la pintora Rosa Salinero Rojas (Vitoria / Ciudad Real)