“Tiempos difíciles” de Carmela Calvín Gete

04.03.2021

Llegué al mundo hace ya mucho tiempo. Por aquel entonces, las niñas veníamos volando desde París colgadas del pico de una cigüeña. La mía me dejó sobre la mesa del comedor un día de invierno.

Cuando aterricé en mi casa, ya tenía un hermano que me llevaba seis años y faltaban cinco para que mi madre muriera.

Llegado ese momento, me desalojaron de mi cuarto para instalarme en la que había sido la habitación de mis padres, que se encontraba prácticamente vacía después de lo ocurrido. La habitación, que era inmensa a mis ojos y tenía una ventana que daba al patio de luces, disponía de una cama y un sofá por todo mobiliario.

Los días transcurrían tristes y monótonos. Mientras otros niños y niñas compartían sus idas y venidas, sus secretos, yo jugaba sola rodeada de viejos (mi hermano se había ido a vivir un tiempo con mis abuelos paternos).

Llegaron las señoritas de compañía: la señora Matilde, a la que el agua le daba alergia; Araceli, que, por qué no decirlo, era un poco viciosilla y le gustaban las niñas, aunque fueran feas y con gafas como yo. Por último, Mina la avara, que contaba una y otra vez las monedas que atesoraba en una pequeña bolsa de tela (tenía un supuesto hermano que la traía y llevaba en moto. Sabíamos que era su novio, pero lo negaba porque quería casarse con mi padre).

Las "seños" no me gustaban lo más mínimo, así que las rehuía y buscaba refugio en mi nueva habitación. La ventana era una especie de imán para mí. Abierta de par en par, el sol entraba a raudales, casi podía tocar el cielo con las manos y, lo que es mejor, asomándome de puntillas podía fisgar lo que sucedía en el patio.

Menos mal que a mí no me espiaba nadie cuando arrojaba a ese mismo patio los restos de la comida que no me gustaba.

Mi deporte favorito era tumbarme a mis anchas en el sofá, fantaseando, escapando de la realidad.

Una noche, se escuchó un estruendo no identificable, luces silbantes surcaban el cielo enrojecido que veía desde mi cama: qué sería eso tan alucinante que estaba sucediendo ahí afuera. Algo desconocido se manifestaba en todo su esplendor. Acojonaba, la verdad. Por fin, llegó la calma (una pirotecnia cercana había saltado por las nubes mientras yo soñaba despierta).

Pero no solo de sueños vive una niña, me gustaba saltar hasta el agotamiento sobre los potentes muelles del sofá de mi habitación. Una tarde de verano, sus "herrumbrosas majestades" se cansaron de soportarme y me arrojaron contra el suelo sin piedad. Literalmente vi las estrellas, pero me restablecí gracias a los cuidados de mi padre, que, pronto, volvería a casarse.

Con la llegada de mi segunda madre Mina la avara salió de mi vida para siempre. Recuperé mi cuarto. Ya no había señoritas de compañía que lo ocuparán. Estaba libre y esperándome sin rastro de ninguna de ellas.

Una vez reinstalada continué jugando en improvisados escondites donde ocultarme de la mirada de los mayores, por eso nunca he olvidado aquella habitación que me acogió en tiempos difíciles y fue el mejor de mis refugios.